¿Quieren saber
qué me sucedió en el famoso Dick & Fanny, ese club que leí en la ebria
drogadicta que olía a cazadores mientras intentaba mamármela sin éxito? Pues el
Dick & Fanny era un maldito club gay, ¡eso sucedió!; una fiesta gay para
ser más exacto (con ese nombre, no sé cómo no lo imaginé), y se llevaba a cabo
en The CAMP Basement, a unas pocas calles de donde estaba.
Luego del encontronazo
con las “turistas candentes” en el baño del otros club, mi dirigí a The CAMP y
solo dure unos diez minutos allí dentro, hasta que algo de un metro ochenta con
peluca azul, labios fucsias y pestañas plateadas de 2 kilómetros me pellizcó
el trasero. Era la mujer más horrible que había visto en mi vida, aunque no era
una mujer precisamente. Bueno, tampoco era un hombre… o sí. En fin, ustedes me
entienden. ¿Pero saben que fue lo peor? Que percibí sangre de cazador en ella o
él o lo que mierda sea.
Ese sitio era
mucho más enfermante que el club anterior: la música, la gente, las luces, los
olores… Yo no soy telépata, pero fue muy fácil darme cuenta que lo único en lo
que esa gente pensaba era sexo, sexo, bebidas, drogas y más sexo (y no del
convencional). Y no me malinterpreten, no tengo nada en contra de todo eso, al contrario, pero en ese momento me preocupaba más mantener intacto mi culo que mis tímpanos.
A veces pienso que jamás lograré adaptar mis oídos a estos tiempos posmodernos: la música electrónica me sigue resultando odiosa. Puedo soportar algo de Armin Van Buuren, David Guetta, incluso disfrutar de Kraftwerk o Depeche Mode, pero lo que sonaba era demasiado para mí. Todo ese ambiente era una enorme maza de ruido y energías mezcladas que no me permitía pensar con claridad y lo que más me inquietaba era que había demasiados cazadores. No sé porqué no me sorprende que la sangre de cazador esté presente en un gran número de londinenses. Lo bueno es que, al parecer, la mayoría no se desarrolla como tal, de lo contrario, yo no estaría escribiendo esto ahora. Resulta curioso –y beneficioso- que tantas personas puedan llevar dentro un gran instinto asesino y que este no despierte jamás.
A veces pienso que jamás lograré adaptar mis oídos a estos tiempos posmodernos: la música electrónica me sigue resultando odiosa. Puedo soportar algo de Armin Van Buuren, David Guetta, incluso disfrutar de Kraftwerk o Depeche Mode, pero lo que sonaba era demasiado para mí. Todo ese ambiente era una enorme maza de ruido y energías mezcladas que no me permitía pensar con claridad y lo que más me inquietaba era que había demasiados cazadores. No sé porqué no me sorprende que la sangre de cazador esté presente en un gran número de londinenses. Lo bueno es que, al parecer, la mayoría no se desarrolla como tal, de lo contrario, yo no estaría escribiendo esto ahora. Resulta curioso –y beneficioso- que tantas personas puedan llevar dentro un gran instinto asesino y que este no despierte jamás.