Desperté tumbado
en un sofá con un terrible dolor de cabeza y con una sola luz en toda la sala que
me quemaba los ojos. Me llevó un par de segundos acomodar mis pensamientos y descubrir
dónde estaba. Se veía como mi apartamento, pero no lo era.
“Bien hecho, Kramer. Lo has jodido por completo.
Atacar cazadores no era parte del plan”, me dijo mi conciencia y poco a poco
recordé lo que había ocurrido: mi espionaje a Savy, su alimentación hematófaga,
la pelea con los cazadores, el balazo...
Para mi
sorpresa, no sólo respiraba, sino que además mi hombro herido estaba sanado y vendado,
mis piernas y brazos amarrados y mis manos atadas. Sogas y nudos dignos de un
marinero rodeaban mi cuerpo de pies a cabeza como si fueran a empalarme y cocinarme
al spiedo. Sólo me faltaba la jodida manzana
en la boca. Quien había tenido la amabilidad de asistirme, supo también tomar
precauciones. Lo único que pedía era que también tuviera la cortesía de darme
un cigarrillo y de dejarme ir al baño.
Giré la cabeza
y reconocí a Savannah, la bella y mortal morena, sentada frente a la mesa del
comedor, inclinada sobre un libro en plena concentración. Su holgada camiseta dejaba
escapar por el escote una interesante porción de sus enormes pechos que me
resultó de lo más apetecible, pero me sentía demasiado mal como para estar
pensando en eso. Lo bueno era que ya sabía dónde estaba: sobre mi propio
apartamento. Había sido salvado por mis “simpáticas” y misteriosas vecinas. Eso
sí era un golpe bajo para mi ego.
Tomé aire
despacio y me aclaré la garganta.
–Ejem… ¿Por
casualidad tienes un cigarrillo? –dije y Savannah saltó de la silla.
Me miró con
sus ojos claros bien abiertos y cerró el libro.
–Estás vivo… –murmuró
poniéndose de pie.
–Sí, y
necesito ir al baño. ¿Podrías desat…?
–¡Bell, ya
despertó! –exclamó interrumpiendo e ignorando mis palabras, y enseguida apareció
su compañera.
La pelirroja se
detuvo ante mí, ostentado su atrevida ropa de entrecasa, y me examinó con los
ojos.
–¡Huh! Tenías
razón, Savy, sobrevivió –dijo.
–Te lo dije. Me
debes diez libras, sisar –sonrió Savannah
y extendió su mano esperando recibir su premio.
Perversas
oportunistas… ¿Habían apostado sobre mi vida?
–Kramer, ese
era tu nombre, ¿cierto? –continuó Bell–. ¿Por que te metiste en la pelea?
–Pensé que
necesitaban ayuda.
–Pensaste mal.
Sabemos defendernos solas –me lanzó con cara de muy pocos amigos y se cruzó de brazos.
–Eso ya lo
noté.